Escrito por: Gonzalo Manzano
Con la frenética, progresiva y masiva irrupción del internet en el mundo, los paradigmas de los negocios a nivel mundial comenzaron a cambiar drásticamente. Con la conectividad ya no es necesario esperar meses para recibir la respuesta de una oferta de negocio ni tampoco es requerido movilizar cantidades de billetes en maletines para pagar los grandes acuerdos. Las llamadas por teléfono ya no requieren un cable para hacerse, e incluso se han podido reemplazar las reuniones presenciales por llamadas con captura de video; la integración vertical de las cadenas productivas también se aceleró y masificó.
Este cambio también irrumpió en la economía al ser un nuevo universo, inmaterial, con enormes cantidades de información llegando de un lado del mundo a otro en segundos gracias a pequeños pulsos electrónicos ordenados que se convertían en datos. Este nuevo mercado y economía digital abrió nuevas oportunidades de negocios, nuevos productos, y nuevas formas de crear riqueza. Toda esta inmaterialidad llevó también a eliminar la tangibilidad de los negocios, que era una premisa evidente a la hora de establecer cualquier política tributaria: la riqueza pagaba impuestos donde se producía o por quien la producía; pero no existiendo físicamente el “lugar” o no habiendo certeza en “la persona” que la produce, ¿qué país podía exigir ese impuesto? ¿Dónde se produce la renta en esta economía digital? ¿Quién debería pagar el impuesto?
A modo de reacción, durante los últimos 14 años, la Organización para el Comercio y el Desarrollo Económicos (OCDE) ha enfocado sus objetivos tributarios en generar propuestas para los países miembros (incluso ha intentado influir fuera de ese grupo) que reduzcan los incentivos que generan la planificación tributaria agresiva, principalmente de empresas multinacionales. Estos esfuerzos han puesto el foco en disminuir la competencia entre las distintas jurisdicciones fiscales mediante la estandarización global de las reglas tributarias, y también en el cambio de la política que determina dónde las empresas deben pagar sus impuestos.
Inicialmente, la sistematización de estos esfuerzos se materializó en el “Plan BEPS” (Plan para evitar la Erosión de la Base imponible y el Traslado de Beneficios), que condensaba las ideas en 15 acciones propuestas para los países OCDE que abordan diversos aspectos de la realidad actual del mercado global, tales como Economía Digital (Acción 1), Instrumentos híbridos (Acción 2), Precios de transferencia (Acciones 8, 9, 10 y 13), Tratados internacionales (Acciones 6 y 15), entre otros. Cada uno de ellos fijaba parámetros estandarizados que, de aplicarse en más y más países, implicaría controlar hasta cierto punto, la elusión tributaria.
Luego, la evolución de estas acciones derivó en 2 planes independientes: los Pilares Uno y Dos. En esta serie de artículos intentaremos sistematizar estos planes, averiguar sus bondades y sus problemas, y conocer las implicancias particulares de éstos sobre economías en vías de desarrollo como las latinoamericanas. En términos gruesos, el Pilar Uno se enfoca a cambiar las reglas sobre dónde pagan impuestos las grandes multinacionales; mientras que el Pilar Dos busca establecer un impuesto mínimo global. En esta ocasión, desarrollamos el primero de ellos, en términos lo más sencillos posibles. En los siguientes artículos, comentaremos el segundo, se expondrán opiniones e intentaremos descubrir fortalezas, debilidades y oportunidades de mejoras.
El Pilar Uno
El foco del Pilar Uno está puesto en gravar las rentas de compañías que tengan utilidades globales de €20 mil millones o más, con impuesto sobre la renta en el lugar donde se ubiquen sus clientes o consumidores.
Los principios básicos de la tributación internacional tradicionalmente han sido dos: el principio de renta mundial, y el principio de territorialidad. La opción por uno u otro determinaba qué rentas podían ser afectas a impuestos y cuáles no. En el principio de renta mundial, la gran pregunta a definir es la residencia de la persona o empresa, ya que el principio señala que las rentas de una persona/empresa serán gravadas en una determinada jurisdicción tributaria, en la medida que sea residente de la misma, con independencia de dónde se genere la renta. En algunas jurisdicciones (como la de Estados Unidos), el principio es incluso más drástico, en el sentido que no es la residencia de la persona/empresa la que importa, sino su nacionalidad (algo así como “no importa dónde residas ni dónde ganes el dinero, si eres nacional, pagas impuestos aquí”). Por el contrario, el principio de territorialidad prescinde de quién es o de donde viene el contribuyente, preocupándose por saber dónde se origina la renta: si esta se produce dentro del territorio jurisdiccional, paga los impuestos de esa jurisdicción.
Ante la economía digital, estos principios entran en un cuestionamiento radical, ya que éstos no son suficientes: si la venta es online ¿dónde se genera la renta?; si la empresa ACME 1 vende, ACME 2 distribuye, y la empresa ACME 3 produce, y las tres están en jurisdicciones distintas ¿cuál de ellas genera la renta? Preguntas como estas no tienen una respuesta sencilla, ya que necesariamente se afectarán los intereses de unos países, en beneficio de otros. Allí, el Pilar 1 propone otra fórmula: donde se encuentre el consumidor/cliente, se puede exigir el impuesto.
La regla es relativamente sencilla: las rentas de compañías con utilidades globales (antes de impuestos) de más de €20 mil millones y rentabilidad sobre el 10%, esas utilidades sobre el 10% de rentabilidad, estarían gravadas con tasa del 25% en base a la ubicación de sus clientes, repartiéndose este impuesto entre las jurisdicciones respectivas. En función de la implementación del Pilar Uno, ese mínimo de €20 mil millones pretende reducirse a la mitad (€10 mil millones). Hasta ahí, abordable.
Sin embargo, también se establece un mínimo de participación de mercado para las jurisdicciones, en orden a acceder a una cuota de ese impuesto residual a repartir: al menos €1 millón de la utilidad neta de la compañía debe originarse en su jurisdicción; o al menos €250 mil de la utilidad, en caso de jurisdicciones con PNB de menos de €40 mil millones. Luego, las reglas de distribución complican aún más ya que según sea el tipo de transacción, difieren los métodos de cálculo de cada cuota a repartir. Y a pesar de existir una regla general de reparto, ésta tiene múltiples excepciones.
En estos casos, este impuesto residual puede generar una doble imposición, tal como puede ocurrir respecto de otros impuestos sobre la renta. Como solución, la doble imposición se eliminaría generando crédito fiscal por impuestos pagados en la jurisdicción del consumidor, o derechamente, aplicando exenciones en los países que graven estas rentas con posterioridad al impuesto residual.
Adjunto a estos mecanismos para evitar la doble imposición, se propone que las empresas afectadas por este impuesto residual puedan recurrir a un sistema de prevención y resolución de conflictos que sea vinculante para las partes, de manera de garantizar a estas empresas la eficacia de este mecanismo.
Podría decirse que esta segunda iteración de la OCDE para evitar la disminución de la base imponible y el traslado de beneficios intenta sacar el ítem “impuestos” de la evaluación económica de nuevos negocios, y a la vez redistribuir los ingresos fiscales que se generan para las jurisdicciones a nivel global, pero esta “uniformación” de los impuestos podría restar una enorme competitividad en la atracción de inversión extranjera directa en países en vías de desarrollo, o incluso reducir sus oportunidades, si como mercados no representan un destino atrayente para estas grandes empresas.